Un hombre se me acercó en la cancha antes que empiece el partido y, comentando sobre la formación del equipo, compartió conmigo una leyenda que había escuchado hace mucho sobre el inicio del fútbol.
Me dijo que hace cientos de años, para el mediodía de un sábado, un joven llamado Pipino tiró el primer caño. Por supuesto en ese entonces no le decían caño: era sólo un movimiento para esquivar al guardián de la feria y robar el alimento. Afortunadamente para Pipino, el guardián de la entrada todavía no sabía que debía sentirse humillado por haber pasado bajo sus piernas aquella mercadería sustraída, y la paliza que le propinó fue por otra razón.
Tales movimientos fueron registrados por un sultán que, al observar la forma en que el joven se hacía con la comida choreada, se le ocurrió una idea: juntar a un grupo de muchachitos atorrantes, formar dos bandos y hacer que de alguna forma alguien gane y otro, inexorablemente, pierda. Todavía no sabía cómo sería esa actividad, qué determinaría la victoria o la derrota, en fin, de qué se trataría mas o menos la cosa, pero ya se había imaginado que la muerte sería la pena del equipo perdedor, y que habría que pagar para verlos.
El sultán comentó a su grupo más cercano de sultanes la iniciativa, y la idea gustó. Para el fin de mes sus ojos habían captado, al igual que los brazos de sus guardias, a 22 muchachitos que tenían por profesión esquivar matones para mitigar el hambre.
El juego elaborado, al fin, era sencillo: en un rectángulo se concentraba a los pobres, once de cada lado, debiendo defender uno de los extremos del rectángulo. Luego de una hora, el equipo que mayor cantidad de balones haya mandado fuera del rectángulo, del lado opuesto al suyo, ganaba. Había, también, un guardia por cada lado del rectángulo para evitar fugas.
A medida que avanzaba el tiempo la ciudad se volvía cada vez más desértica, debido a la incidencia del deporte en la demografía del lugar. Se decidió entonces reemplazar la muerte por golpizas. Estas golpizas serían propinadas por un grupo selecto de matones de primera categoría, comandados por quienes manejaban el asunto.
Se mantuvo, sin embargo, la tradición de asociar muerte y derrota, sustentada por los mismos organizadores. Algunos sostienen que esta decisión fue tomada con el propósito de mantener la carga emocional que puede implicar el cesar de mantener relaciones vitales con el oxígeno. Otros insinúan que, además, era para ganar guita, ya que permitió la entrada de supuestos opinadores profesionales, sujetos que lucraban por hablar al pedo sobre cualquier cosa que tuviera que ver con el tema.
A pesar de todo, la gente se aburría. Quería que la pelota fuera más veces por los extremos. Por eso, los organizadores realizaron distintas modificaciones: en los extremos más cortos del rectángulo se colocó una estructura metálica con forma de hache, la pelota tomó una dimensión cónica para dificultar el trámite y se numeraron ridículamente los tantos para que pareciera el marcador más abultado.
Detuve la conversación en ese punto porque me pareció que me estaba contando otra cosa. El hombre insistió en continuar, explicando que el fútbol y el rugby habrían tenido influencias compartidas. Le propuse hacer una pausa y continuar con el relato -muy interesante por cierto- luego del partido, en un café, para no perder detalle del juego que se aproximaba.
Pareció no gustarle mi propuesta, ya que me miró ofendido, se levantó y me gritó que quién mierda me creo para pararlo así, que él no toma café porque no es puto, y mientras se alejaba en la tribuna me insultaba fervientemente a la vez que se agarraba los genitales en mi dirección.
En el próximo partido, ya más calmado, capaz me siga contando esta increíble historia.